sábado, 10 de enero de 2009

El procedimiento

Eran las 3 de la tarde cuando Amalia miró su reloj y absorta notó que llegaba con retraso. “Espero que ese médico no se mueva de ahí”, pensó mientras le temblaban las piernas. Anduvo dos cuadras más y abrió un papelito que había doblado prolijamente con varias vueltas dos días atrás : Colón 994, cuarto piso, había escrito con una lápiz azul que apenas podía leer . “Sí, es acá”, se dijo aliviada. Prefirió el ascensor porque los nervios le inundaban el cuerpo y cualquier esfuerzo de subir una escalera, sería en vano. Como una postal en movimiento, se le pasó la vida mientras ascendía hasta aquel cuarto. La soledad había sido una buena compañía, ella lo sabía, la había despertado desde muy pequeña, cuando su madre le dijo adiós y la metió en la casa de su abuela Anastasia de un empujón. Ella sabía que no podía repetirse la historia. O al menos ella no quería, si a esta altura le quedaba algún margen de libertad. Después se descubrió en aquel consultorio.
“Señorita, antes del procedimiento tenemos que completar un formulario” le dijo un hombre con un delantal blanco desteñido. “Pase por acá, por favor”. Amalia, que acostumbraba a reñir con cuanta persona- si era hombre, preferentemente- se le aparecía en su camino, sólo se limitó a responder. “Esta ficha la llenaremos por las dudas, por si por esas cosas de la vida, a la policía se le ocurre venir a visitarnos”, le dijo el doctor. “Cínico”, esa fue la única palabra que pudo pensar Ni una más. Eso de “esas cosas de la vida”, no mereció reflexión alguna.
Después la acostaron en una camilla y todos vistieron guantes. Había una mujer gorda con el pelo cortito, como el pasto que se corta con una máquina. "¿Has comido algo?", le preguntó la obesa. “Sí, un poco de budín”, respondió la muchacha. Y recibió una cachetada: “Nos olvidamos de avisarte que no tenías que comer, pero ya te hemos puesto la anestesia, que tengas suerte”-Sobre un colchón azul desvencijado apareció Amalia extendida. Habían pasado dos horas y ella no tenía noción del tiempo. Se apersonó una muchacha que aparentaba la misma edad de Amalia, pero cuando la miró bien, un conjunto de arrugas le dibujaban el rostro. “Buenas tarde señorina, nuestro servicio ha terminado, ya se puede ir”, le dijo. Amalia intentó levantarse, pero los mareos le hicieron tropezar una y otra vez. Debajo de su bombacha un algodón grande con mucha sangre, era lo único nuevo que sentía. Salió del cuarto. Apareció en la calle y la cabeza le estallaba.

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