miércoles, 2 de mayo de 2012

La popular

Como si la hubiera traído el viento, una voz con eco se acerca de pronto y susurra cómplice. “Te tocó la popular, perdoname”, sentencia mientras ruega absolución con tono religioso y lastimoso, de ese que tanto aborrezco. Entonces despierto de mi sueño anestésico como si esa frase poderosa me sacara la inocencia que enfrasqué hace muchos meses. Mi hija que acaba de nacer hace esfuerzos en vano para succionar mis pechos que se desparraman como los duraznos que llegaron al final de sus vidas y caen molestos en el patio. La camilla estaciona en la sala que nos corresponde. Estamos todas, una al lado de la otra. Como autos en fila. Como un ejército formado antes de la guerra. Como los álamos que dibujan la perspectiva en la otra calle. Como un alumnado aguardando la bandera a la entrada del colegio. La misma escena se repite por diez. Como las tablas numéricas. Una mujer, un bebé o una beba en un mundo gastado y sin vanidades. Camas de hierro desvencijado. Luces con focos tenues, graficando sombras. Nadie tiene nombre ni apellido, ni currículum, ni profesión. La transpiración como río apurado pasea por cada cuerpo. Los llantos de los niños y las niñas interrumpen intrépidos cualquier siesta. La sangre se instala en el baño y en las sábanas, como un huésped preferencial. Los segundos se aproximan tímidos, como desnudos en plena plaza. A mi lado hay una mujer gorda vestida de joggins, como si en vez de parir acabara de correr una carrera hacia no sé dónde. No duerme, dice orgullosa como levantando una insignia de honor. El niño recién sale de la incubadora, donde lo enjaularon por haberse asomado con seis meses de gestado. Tiene que engordar, que engordar, que engordar. Repite sin respiro mientras devora sin pausa y con apuro un alfajor triple de chocolate blanco. Es más liviano, avisa creer como si fuera una especialista en nutrición. En la tercera cama hay tres mujeres. La abuela, la madre, la hija. La abuela que parece madre. La madre que parece hija. Tiene 14 años y ya es madre. Su madre tiene 35 y ahora es abuela y otra vez madre. La beba que no para de llorar y se escuchan canciones de cuna antiguas balbuceadas por la abuela, a lo lejos. Le enseñaron a “no hacer mucha bulla”, cuenta con cierto recelo. La hija-madre está en posición fetal, se retuerce. El ruido de una cumbia participa e invade sin permiso, la sala. El niño de la mujer de en frente no despierta. Pero la mujer de enfrente, aburrida hasta las tetas, enciende su celular en tono música. Nadie se queja, nadie aprendió a hacerlo. Ya es tarde. Afuera hay aullidos como de furia. Se escucha un tiro. Nadie se espanta de lo cotidiano. Hay una mujer sin niño ni niña. Tiene un legrado recién estrenado, pero está en la habitación de maternidad. Una película de terror, una broma, un martes 13, una burla escupida en la cara. Hay silencio. La pieza se llena de repente de banderas de todos los colores. Parece un mundial de fútbol, avisa indiscreto el marido de una de las chicas que no entra en acción. No flamean. Pero están y todas las percibimos desde nuestros espacios que son tan comunes y tan propios. La Cordillera enorme no se lo impidió. Una mujer vino de Chile a ver nacer a su bebé y lo consiguió aunque con rodeos. Esperó en una camilla 23 horas hasta que el canal de parto se abrió como una jaula que se vuelve paloma. Aquí se nace sin necesidad de traer una cuenta bancaria en el bolso, exclama entre risas, mientras otra mujer de Bolivia, que se acercó por los mismos motivos, asiente con la cabeza y abriga para la nieve a su pequeña hija. Saquele eso, grita una enfermera que entra en escena intempestivamente y despierta sin pudor a quienes duermen. Aquí nadie es princesa, se va avisando obviedades. La última mujer muere. No hay flores. Nadie escribe su memoria. No hay cenizas. Link permanente: http://www.mdzol.com/mdz/nota/362032

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